Actualmente, para fabricar y distribuir miles de millones de vacunas anti-COVID-19, se debe lidiar con problemas de contaminación y control de calidad. Mantener la cadena de frío de las vacunas no solo implica un gran costo, sino que también es una barrera importante para la distribución de vacunas en comunidades rurales de difícil acceso y en países con infraestructura limitada. Por eso, algunos científicos creen que, a la hora de fabricar vacunas, la solución es utilizar plantas.
Si bien todavía no hay vacunas de origen vegetal disponibles para uso en humanos, sí existen varias en investigación. Medicago, una empresa canadiense de biotecnología, ha desarrollado una vacuna anti-COVID-19 de origen vegetal que actualmente se encuentra en la fase III de los ensayos clínicos. La vacuna de origen vegetal que la compañía desarrolló para combatir la influenza ya superó los ensayos clínicos y solo falta la aprobación final del gobierno canadiense, según Brian Ward, médico titular de la compañía.
En diciembre de 2020, Kentucky BioProcessing (USA), la rama de biotecnología de la British American Tobacco Company, anunció que su vacuna anti-COVID-19, de origen vegetal, estaba entrando en fase I de los ensayos clínicos, y en octubre de ese mismo año, Icon Genetics GmbH, empresa japonesa, comenzaba los ensayos clínicos de fase I para su vacuna de origen vegetal contra la enfermedad por norovirus.
Las universidades, las empresas emergentes de biotecnología y los gobiernos han establecido asociaciones con un sólido financiamiento para expandir el campo. El gobierno de Corea del Sur ha invertido $ 13.5 mil millones en la investigación de vacunas de origen vegetal, y para octubre de 2021, la ciudad de Pohang espera la inauguración de la primera fábrica de producción de vacunas de origen vegetal del país. Según se calcula, el valor de mercado de las vacunas de origen vegetal aumentaría de 40 a 600 millones de dólares en los próximos siete años.
“La industria de las vacunas de origen vegetal ha ido avanzado a paso lento pero firme. Hemos llegado a un punto en el que resulta factible y rápido desarrollar una vacuna anti-COVID, así que podríamos contar con decenas de millones de vacunas en los próximos seis meses más o menos”, expresa Kathleen Hefferon, autora y profesora de microbiología en la Universidad de Cornell, que se especializa en investigación de plantas y biotecnología agrícola. "Realmente espero que esto fomente nuevos avances en el desarrollo de vacunas de origen vegetal, porque ahora podemos confirmar el éxito de esta tecnología".
Las vacunas de origen vegetal no son una tecnología nueva; la prueba de concepto se realizó unos 30 años atrás. Se han utilizado papas, arroz, espinacas, maíz y otras plantas para fabricar vacunas contra el dengue, la poliomielitis, la malaria y la peste, pero ninguna de ellas se sometió a la etapa final en ensayos clínicos, “tal vez debido a la falta de un marco legal que regulara los medicamentos de origen vegetal o las dudas sobre la inversión en biotecnologías emergentes”, según indica Hefferon. En 2006, el Departamento de Agricultura de EE. UU. aprobó una vacuna de origen vegetal para la enfermedad de Newcastle, que afecta a las aves de corral. Pero nunca se aprobó una vacuna de origen vegetal para uso en humanos y, hasta hace poco, ni siquiera se había llegado a las etapas más avanzadas en los ensayos clínicos.
“Fábricas vegetales” de vacunas
Con las vacunas de origen vegetal, se prescinde de los biorreactores porque las plantas mismas funcionan como biorreactores. Las plantas se cultivan en invernaderos de calidad farmacéutica con clima controlado que evitan la entrada de insectos y plagas, pero no requieren condiciones de esterilidad.
En el invernadero de Medicago en Raleigh, Carolina del Norte, dos brazos mecánicos recogen una bandeja de acero de 126 ejemplares jóvenes de Nicotiana benthamiana, una pariente australiana de la planta de tabaco utilizada para producir cigarrillos. Se vuelca esta bandeja con plantas en un recipiente de metal con líquido que contiene millones de agrobacterias, un grupo de bacterias que se introducen en las plantas de forma natural. En las agrobacterias de este invernadero, se ha introducido una pequeña porción de ADN del virus de la influenza o de COVID-19. Cuando las plantas están sumergidas, se activa un vacío que succiona las raíces, y produce que las hojas colapsen y se arruguen. A los pocos segundos, se detiene la acción del vacío, y las hojas vuelven a abrirse y, como una esponja, absorben el líquido con las agrobacterias, que se distribuye por toda la estructura vascular de la planta.
En solo unos minutos, las plantas de Nicotiana benthamiana se convierten en mini biorreactores. Las agrobacterias transfieren el ADN viral a las células vegetales, que luego producen millones de copias de partículas pseudovíricas, que actúan como antígenos, pero no producen infección.
“Se trata de uno de los procesos más extraordinarios de la ciencia: la agroinfiltración o infiltración por vacío”, dice Brian Ward de Medicago. Se regresan las plantas al invernadero y después de cinco o seis días, se cosechan las hojas, se colocan en una cinta transportadora, se cortan en trozos diminutos y se sumergen en un baño de enzimas que desintegra la pared celular de la planta y libera millones de partículas pseudovíricas, que se purifican y luego se almacenan, explica Ward. El producto terminado es una vacuna de origen vegetal. En 2018, la vacuna contra la influenza de Medicago fue la primera en el mundo en completar los ensayos clínicos de fase tres.
Para las vacunas convencionales, una vez que el virus o las partículas virales se extraen de las células y se purifican, deben mantenerse refrigerados. Esto es así en el caso de las vacunas de origen vegetal contra la influenza y COVID-19 de Medicago. Pero otras vacunas de origen vegetal no tienen esa exigencia al eliminar por completo el paso de purificación. La lechuga genéticamente modificada también se usa comúnmente para hacer vacunas. Según Henry Daniell, un investigador de la Universidad de Pensilvania que ha estado involucrado en el trabajo de vacunas a partir de la lechuga, los científicos usan una pistola para insertar una porción de ADN viral en el genoma del cloroplasto de una semilla de lechuga, la parte de la planta donde ocurre la fotosíntesis, el proceso por el cual una planta convierte la luz solar en energía utilizable. Los cloroplastos contienen alrededor de 100 copias de su genoma, el material genético que le indica a la célula cómo funcionar y hacer copias de sí misma, a diferencia de la mayoría de las otras células, que tienen una sola copia. Esto significa que los cloroplastos pueden producir hasta 100 veces la cantidad de antígeno objetivo.
Una vez que el gen viral se ha insertado en el genoma, la semilla se cultiva bajo condiciones controladas pero normales en una granja o invernadero, y luego se cosecha. Pero en este caso, como la lechuga es una planta comestible, en lugar de purificar las partículas pseudovíricas eliminando todas las células de la planta y desechos, se muelen los cloroplastos que contienen el antígeno hasta obtener un polvo que se utiliza para elaborar una píldora o cápsula, que puede administrarse por vía oral. Se están desarrollando varias vacunas a partir de la planta de lechuga para uso en humanos y animales, pero ninguna ha llegado a ensayos clínicos. La ventaja de una vacuna en forma de píldora es que puede almacenarse a temperatura ambiente durante períodos prolongados, y, por lo tanto, prescindir de la cadena de frío.
La tecnología emergente de vacunas de origen vegetal no solo servirá para enfrentar pandemias actuales y futuras, sino que también “permitirá expandir la producción de vacunas a los países en desarrollo”, según Hefferon.
Fuente: National Geographic